Taller de poetas Anonimos

Wednesday, September 06, 2006

Las babas del diablo


He aqui una de los fabulosos relatos de Julio Cortazar, que es uno de mis escritores favoritos, Las babas del diablo, me tomo el atrevimiento de ofrecerlo aqui en este blogg como forma de demostrar la libertad de la internet y el infinito manifiesto humano de la creacion.
"Juio me lo hubiese permitido"

Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda,
usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no
servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me
duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las
nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus
rostros. Qué diablos.

Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra especie, una Contax 1. 1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella-la mujer rubia-y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta Remington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que todo esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quiere contar algo).


De repente me pregunto por qué tengo que contar esto,
pero si uno empezara a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se averguenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas, que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro
del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere.

Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo. Si me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y empieza alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendo continuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso... Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente la oración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada; mejor contar, quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.
Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a
sus horas, salió del número 11 de la rue Monsieur LePrince el domingo 7 de noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los bordes plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés del tratado sobre recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesor
en la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos
años. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento y amigo de los gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte-Chapelle. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor
posible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla Saint&endash;Louis y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun, me recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme de otro
poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio, pero en realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.


Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues
exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier reporter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que lacámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no
desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/25O. Ahora
mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en
el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se
me ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir
en el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no
soplaba viento.

Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla,
donde la íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo
el pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que una
pareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo que
estoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé envolver y
atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé los
guantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un
cigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en que acercaba el fósforo
al tabaco vi por primera vez al muchachito.

Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo es tuviera al borde de la huida, con teniéndose en un último y lastimoso decoro.

Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros-y estábamos solos contra el
parapeto, en la punta de la isla-, que al principio el miedo del chico no me
dejó ver bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese
primer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veleta
de cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando comprendí vagamente lo
que podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena quedarse y
mirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sé
mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que
nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tanto
que oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente , no hay que dejarlo que
declame a gusto). De todas maneras, si de antemano se prevé la probable
falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y
lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo esto es
más bien difícil.

Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se
entenderá después), mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo
mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabras
injustas para decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casi
largo, casi hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora soplaba apenas, y
no hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara
blanca y sombría-dos palabras injustas-y dejaba al mundo de pie y
horriblemente solo delante de sus ojos negros, sus ojos que caían sobre las
cosas como dos águilas, dos saltos al vacío, dos ráfagas de fango verde. No
describo nada, trato más bien de entender. Y he dicho dos ráfagas de fango
verde.

Seamos justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes
amarillos que yo hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante de
derecho o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes
saliendo del bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas un
perfil nada tonto- pájaro azorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche-y
una espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se ha peleado un par
de veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de los
quince, se le adivinaba vestido y alimentado por sus padres, pero sin un
centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas antes de
decidirse por un café, un coñac, un atado de cigarrillos. Andaría por las
calles pensando en las condiscípulas, en lo bueno que sería ir al cine y ver
la última película, o comprar novelas o corbatas o botellas de licor con
etiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa sería respetable, sería
almuerzo a las doce y paisajes románticos en las paredes, con un oscuro
recibimiento y un paragüero de caoba al lado de la puerta) llovería despacio
el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá, de
escribir a la tía de Avignon. Por eso tanta calle, todo el río para él (pero
sin un centavo) y la ciudad misteriosa de los quince años, con sus signos en
las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas a treinta
francos, la revista pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacío
en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosa
incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad
parecida al viento y a las calles.

Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía
ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía
hablándole. (Me cansa insistir, pero acaban de pasar dos largas nubes
desflecadas. Pienso que aquella mañana no miré ni una sola vez el cielo,
porque tan pronto presentí lo que pasaba con el chico y la mujer no pude más
que mirarlos y esperar, mirarlos y...). Resumiendo, el chico estaba inquieto
y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos
minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta
de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso
porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo
vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el
diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle
miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado y
hosco, fingiendo la veteranía y el placer de la aventura. El resto era fácil
porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido
medir las etapas del juego, la esgrima irrisoria; su mayor encanto no era su
presente, sino la previsión del desenlace. El muchacho acabaría por
pretextar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y
confundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada
burlona que lo seguiría hasta el final. o bien se quedaría, fascinado o
simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a
acariciarle la cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo
tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá
empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el
brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no
ocurría, y perversamente Michel esperaba, sentado en el pretil, aprontando
casi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto pintoresca en un rincón
de la isla con una pareja nada común hablando y mirándose. Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente
jóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que
mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubiera
gustado saber qué pensaba el hombre del sombrero gris sentado al volante del
auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y que leía el diario o
dormía. Acababa de descubrirlo porque la gente dentro de un auto detenido
casi desaparece , se pierde en esa mísera jaula privada de la belleza que le
dan el movimiento y el peligro. Y sin embargo el auto había estado ahí todo
el tiempo, formando parte (o deformando esa parte) de la isla. Un auto: como
decir un farol de alumbrado, un banco de plaza. Nunca el viento, la luz del
sol, esas materias siempre nuevas para la piel y los ojos, y también el
chico y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la isla, para mostrármela
de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre del diario
estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como yo ese regusto maligno de
toda expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al
muchachito entre ella y el parapeto, los veía casi de perfil y él era más
alto, pero no mucho más alto, y sin embargo ella lo sobraba, parecía como
cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolo
con sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperar
más? Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara el
horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio
demasiado gris...

Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé
al acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión
que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen
rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible
fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tarea
de maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus últimos
restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales
posibles (ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo),
preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente, que ella saturaría
de almohadones y de gatos) y sospeché el azoramiento del chico y su decisión
desesperada de disimularlo y de dejarse llevar fingiendo que nada le era
nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, los
besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderían
desnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un edredón lila, y
obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo
bajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, pero
quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara, no
la dejaran pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las caricias
exasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un
placer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el
arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así,
podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a
la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo imaginaba
como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de excitarse para
algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.

Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta
más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no
siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las
claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y
ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a la
rumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor (con el árbol,
el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para comprender que
los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido
y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y
su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen
química.

Lo podría contar con mucho detalle, pero no vale la pena. La mujer habló de
que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le
entregara el rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara, de buen
acento de París, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi
parte se me importaba muy poco darle o no el rollo de película, pero
cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las
buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la
fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos, sino que
cuenta con el más decidido favor oficial y privado. Y mientras se lo decía
gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando
atrás-con sólo no moverse-y de golpe (parecía casi increíble) se volvía y
echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la
carrera, pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en
el aire de la mañana.

Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel
tuvo que aguantar minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido e
imbécil, mientras se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, con
simples movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba a
cansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hombre del sombrero gris
estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en la
comedia.

Empezó a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había
pretendido leer. De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba la
boca, le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque la
boca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como una
cosa independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo,
payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada y seca, los ojos
metidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles, más negros
que las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba cautelosamente, como si
el pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de charol, de suela tan
delgada que debía acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me había
bajado del pretil, no sé bien por qué decidí no darles la foto, negarme a
esa exigencia en la que adivinaba miedo y cobardía. El payaso y la mujer se
consultaban en silencio: hacíamos un perfecto triángulo insoportable, algo
que tenía que romperse con un chasquido. Me les reí en la cara y eché a
andar, supongo que un poco más despacio que el chico. A la altura de las
primeras casas, del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No
se movían, pero el hombre había dejado caer el diario; me pareció que la
mujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con el
clásico y absurdo gesto del acosado que busca la salida.

Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto
piso. Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos del
domingo; sus tomas de la Conserjería y de la Sainte&endash;Chapelle eran lo
que debían ser. Encontró dos o tres enfoques de prueba ya olvidados, una
mala tentativa de atrapar un gato asombrosamente encaramado en el techo de
un mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y el
adolescente. El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la
ampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande, casi como un
afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que sólo
las fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, la
instantánea en la punta de la isla era la única que le interesaba; fijó la
ampliación en una pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándola
y acordándose, en esa operación comparativa y melancólica del recuerdo
frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado, como toda foto, donde
nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la
escena. Estaba la mujer, estaba el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas,
el cielo tan fijo como las piedras del parapeto, nubes y piedras confundidas
en una sola materia inseparable (ahora pasa una con bordes afilados, corre
como en una cabeza de tormenta). Los dos primeros días acepté lo que había
hecho, desde la foto en sí hasta la ampliación en la pared, y no me pregunté
siquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado de José
Norberto Allende para reencontrar la cara de la mujer, las manchas oscuras
en el pretil. La primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había ocurrido
pensar que cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten exactamente
.la posición y la visión del objetivo; son esas cosas que se dan por
sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con la
máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y
entonces se me ocurrió que me había instalado exactamente. en el punto de
mira del objetivo. Estaba muy bien así; sin duda era la manera más perfecta
de apreciar una foto, aunque la visión en diagonal pudiera tener sus
encantos y aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo cuando
no encontraba la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allende
decía en tan buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces me
atraía la mujer, a veces el chico, a veces el pavimento donde una hoja seca
se había situado admirablemente para valorizar un sector lateral. Entonces
descansaba un rato de mi trabajo, y me incluía otra vez con gusto en aquella
mañana que empapaba la foto, recordaba irónicamente la imagen colérica de la
mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la
entrada en escena del hombre de la cara blanca. En el fondo estaba
satisfecho de mí mismo; mi partida no había sido demasiado brillante, pues
si a los franceses les ha sido dado el don de la pronta respuesta, no veía
bien por qué había optado por irme sin una acabada demostración de
privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo importante, lo
verdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a tiempo
(esto en caso de que mis teorías fueran exactas, lo que no estaba
suficientemente probado, pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puro
entrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo para
algo útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre.
Mejor era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban en
la isla; Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la
fuerza. En el fondo, aquella foto había sido una buena acción.

No por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En ese
momento no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en la
pared; quizá ocurra así con todos los actos fatales, y sea ésa la condición
de su cumplimiento. Creo que el temblor casi furtivo de las hojas del árbol
no me alarmó, que seguí una frase empezada y la terminé redonda. Las
costumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una ampliación de
ochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde en
la punta de una isla una mujer habla con un chico y un árbol agita unas
hojas secas sobre sus cabezas.

Pero las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde cléréside dans la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés-y vi la mano de la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí no
quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquina de escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla. El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden másy esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del sobretodo,parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a la
catástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría otra vez
para posarse en su mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola sin prisa.
El chico estaba menos azorado que receloso, una o dos veces atisbó por sobre
el hombro de la mujer y ella seguía hablando, explicando algo que lo hacía
mirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy bien que estaba el
auto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado en la
fotografía pero reflejándose en los ojos del chico y (cómo dudarlo ahora) en
las palabras de la mujer, en las manos de la mujer, en la presencia vicaria
de la mujer. Cuando vi venir al hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos,
las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y exigente, patrón que
va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si eso
era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo
que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo
había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no
había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que
entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujer
que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para
su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su
gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante, seguro ya de
la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a
traerle los prisioneros maniatados con flores. El resto sería tan simple, el
auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimas
demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta
vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía,
ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a
suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan
lejos unos de otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas
vertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía,
ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su
futuro; y yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitación
en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer y ese hombre y ese
niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de
intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir
frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payaso
enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía
dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente
facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi
humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo
iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencio
que no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se tendía, se
armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundo
supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, el
árbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del
pretil salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí como
sorprendida, iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que la
cámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al
hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los
ojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y en
ese instante alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de
un solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y
fui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo, otra vez
en foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volar
sobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segunda
vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su
paraíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de
avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro y
algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente
estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una lengua negra,
y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante
aún en perfecto foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, el
árbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí a
llorar como un idiota.

Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con
alfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Yluego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara,
quizá sale el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión.

Agradezco a Hugo Tovar por facilitarme este cuento

Poesia Latina del Renacimiento


Desde los mismos albores del cristianismo esta religión había encontrado en la cultura grecolatina en general y en su lengua en particular un vehículo con el que poder extender por todo el mundo la Buena Nueva del Hijo de Dios. La lengua, máximo exponente de toda una cultura y tradición de un mundo pagano, que estaba a punto de sucumbir, es utilizada desde los primeros Padres no sólo para predicar la doctrina cristiana sino para combatir todo aquello que esta propia lengua había representado. La mezcla de amor y odio hacia lo pagano se encuentra presente desde los primeros tiempos del cristianismo, recorre toda la Edad Media y alcanza el Renacimiento. Con la misma pasión con la que algunos fustigaban el paganismo, con esa misma pasión no dejaban éstos de volver su mirada a la cultura y lengua clásicas.

El Renacimiento y el movimiento humanístico han sido considerados en múltiples ocasiones como un período de apostasía religiosa frente a las actitudes de fervorosa religiosidad cristiana de épocas anteriores y así, como bien señala pág. O. Kristeller [1]:

Muchos historiadores del siglo pasado se inclinaron por asociar el Renacimiento y el humanismo italiano con algún tipo de irreligiosidad, y a interpretar las Reformas protestante y católica como expresiones de una revivificación religiosa que retó a la cultura no cristiana del período precedente, a la cual finalmente derrotó.

Sin embargo, no se nos puede pasar por alto que dentro de las difuminadas barreras de la baja Edad Media y los despuntes del Renacimiento italiano todos los pensadores, tanto los que continuaron con la vieja escolástica medieval como los humanistas que emprendieron la renovación cultural de la vieja Europa, bebieron y crecieron bajo las mismas enseñanzas cristianas. No hay cambio que surja de repente y así multitud de acontecimientos culturales y motivos literarios que alcanzan su máximo apogeo durante el Renacimiento son resultado de la continuidad, de la tradición, aunque en ocasiones hubieran quedado soterrados durante la Edad Media. Frente a la vasta producción teológica y religiosa de este período, no dejan de cultivarse tanto en latín como en lengua vulgar todos los géneros literarios clásicos —historia, epistolografía, drama, épica, lírica, etc.— desnudos de toda influencia cristiana así como todo tipo de tratados técnicos. Aunque pueda parecer a simple vista que lo sacro reviste por completo la cultura de este período, sin embargo la literatura profana está muy lejos de sucumbir, para emerger (y no nacer, porque nunca había llegado a desaparecer del todo) con fuerza en el período posterior.

En pleno auge del humanismo renacentista surge en el Nápoles de Alfonso el Magnánimo de Aragón la importante figura de G.G. Pontano (1429-1503), considerado por muchos la cumbre de la lírica neolatina del Renacimiento. Con él la poesía de los sentimientos y de los sentidos, la belleza por la belleza alcanza las más altas cotas de perfección y refinamiento. Pontano constituye una de las cúspides de una corriente poética que volvía su mirada a la poesía de la Antigüedad para, en palabras de J. C. Rovira [2],

[...] reconstruir una unidad cultural y, también, y sobre todo, para abrir espacios de vida que la Edad Media había cegado: porque la nueva valoración del hombre, o la reconstrucción de la voluptas, o el nuevo sentido de la fama y la muerte, entre otros múltiples valores, tienen su inspiración aquí en autores que se llaman Tibulo, Propercio, Ovidio, Marcial o Catulo, restituidos como reflexión de vida y como construcción, versal y rítmica, de la poética.

Pues bien, a pesar de que la poesía pagana ha sido tanto para paganos como para cristianos instrumento de formación en las escuelas y universidades, se constituía también como un elemento muy nocivo, que los propios autores cristianos trataban en ocasiones de combatir, debido precisamente a la sensorial voluptas, que se podía entresacar de sus versos.

Sin embargo, más allá del contenido poético es la belleza literaria de las letras de la Antigüedad lo que tratan de encontrar los humanistas y es esa misma belleza, aunque teñida de héroes y dioses clásicos, la que tratan de reflejar en su obra. La ruptura de la dependencia de la cultura y literatura humanísticas con el cristianismo no significa, como ha reflejado D. Ynduráin [3], que

[...] estos hombres nieguen o no nieguen explícitamente la religión cristiana; ni siquiera, de que crean o no crean en ella en el fondo de sus conciencias, [...] Lo que quiere decir es que las letras seculares adquieren una clara autonomía que les permite funcionar por su cuenta, como letras humanas.

En verdad, el recurso de los humanistas en general y de los poetas en particular a los motivos paganos no infiere en ningún caso el resurgimiento de la antigua religión como elemento de culto [4]. Como ya hemos apuntado, la formación religiosa de los primeros humanistas no difiere mucho de la del hombre medieval. Pero, frente al anonimato medieval en un mundo en el que Dios era la referencia obligada de todas las cosas, el hombre del Renacimiento toma conciencia de su propia individualidad, de su propia subjetividad frente al otro y a los demás seres de la naturaleza; frente a la fe heredada, los humanistas no pretenden negar sino conciliar los sentimientos y convicciones religiosas de su espíritu con todo un conjunto de sistemas filosóficos, derivados en su mayor parte de la literatura clásica, que tanto veneraban. No estamos en condiciones de opinar, ni siquiera a través de los escritos, que en muchas ocasiones resultan engañosos, sobre los sentimientos y vivencias religiosas de los humanistas, porque sólo cada uno sabe lo que siente su alma, pero parece razonable la idea que apunta J. Burckhardt [5] cuando afirma que «la mayoría habrá vacilado interiormente entre el libre pensamiento y los restos del catolicismo en que habían sido educados, y exteriormente se habrán mantenido fieles a la Iglesia por cálculo», teniendo en cuenta el poder de persuasión que la Iglesia católica mantenía todavía en esos momentos. Sin embargo, si apartamos nuestra mirada del individuo en concreto, no debemos centrar nuestra atención en el movimiento humanístico como una corriente religiosa o antirreligiosa sino considerarlo como «una orientación literaria e intelectual que podía ser, y en muchos casos era, llevada a a cabo sin ninguna referencia explícita a temas religiosos por parte de individuos que, a la vez, eran miembros fervientes o nominales de una de las iglesias cristianas» [6].

Dejando a un lado la contribución filológica de los humanistas a la constitución del texto y a la recta interpretación de las Sagradas Escrituras, las referencias cristianas en las obras de los humanistas brillan por su ausencia, en especial en la poesía neolatina, frente al continuo ir y venir de motivos y citas de autores paganos de la Antigüedad clásica. Así en su estudio sobre la poesía latina del Renacimiento J. Sparrow [7] no duda en afirmar:

The religious poetry of the age presents a different, but perhaps analogous, problem: why should there be so little of it? Hymns, classical both in form and diction, are common enough; the saints are invoked (in company often with an incongruous contingent from Olympus) in Horatian odes or Virgilian hexameters; and there is no dearth of religious narrative poems, from the Parthenice of Mantuanus to the De Partu Virginis of Sannazaro.

En efecto, frente a la perturbadora y maravillosa mezcla de paganismo y cristianismo totalmente artificial que se opera en la obra poética de Pontano, otros poetas ponen su talento literario al servicio del cristianismo y de la Iglesia de Roma, como Battista Mantovano (1448-1516), Sannazaro (1456-1530) o Hieronymus Vida (1480-1566) con su Cristiada. Los sumos pontífices León X y Clemente VII en plena Reforma luterana no dudaron en alabar la contribución de la poesía clásica y cristiana de Sannazzaro a la defensa de la fe [8]. No falta tampoco en la poesía de Sannazzaro, discípulo e íntimo amigo de Pontano [9], esa misma mezcolanza de temas y motivos paganos y cristianos, que caracteriza la poética de su maestro [10], a pesar de que incluso en estos casos los sentimientos religiosos de Sannazzaro resultan más sinceros, «una religiosità, qui venata dalla malinconia provocata in lui dalle particolari condizioni del momento, ma che conserva vivo il ricordo del modo lieto e familiare in cui si onoravano i santi nella città che aveva dovuto abbandonare» [11].

F. Arnaldi [12], uno de los grandes estudiosos de la poética pontaniana, opina que Pontano «non fu particolarmente religioso», a pesar de sus intentos de conciliación poética entre paganismo y cristianismo. Ante la tentativa de revestir en su obra poética religiosa por excelencia, De laudibus divinis, los temas de la himnografía cristiana de motivos clásicos no resulta del todo sincero y sus pretensiones parecen estar más inclinadas a destapar las relaciones de belleza poética sensorial [13], que se establecen entre mundo clásico y espiritualidad cristiana, que a manifestar sus sentimientos religiosos, al contrario de Sannazzaro, donde

[...] la purezza e la sincerità del suo fervore religioso [...] soprattutto si esprime nel suo De partu Virginis, breve poemetto a lungo elaborato e limato tra il 1504 e il 1526, anno in cui fu pubblicato, accompagnato da una dedica a Clemente VII. In questo poema, che è un classico esempio di poesia religiosa umanistica gli esametri virgiliani sono volti a significato cristiano, e spesso la raffinatezza del cesello nuoce alla spontaneità dell’ispirazione [14].

Ya desde los primeros dísticos del primer poema del De laudibus divinis [15], De mundi creatione, ad Antonium Panhormitam, Pontano entremezcla los elementos paganos con la doctrina cristiana en una alegoría en la que Neptuno gobierna las aguas y Júpiter los cielos, a pesar de que todo ha sido creado por Dios de la nada: Hoc coelum, quaeque obliquo distincta meatu / sed certa ferri sidera lege vides / telluremque suo libratam pondere, circum / quam cingit rapidis Enosigaeus aquis / spirantisque avium tractus fusumque superne, / qui cuncta aetherio temperat orbe, Iovem / Antoni, Deus e nihilo, Deus omnia fecit et formam rebus iussit adesse suam (vv. 1-8); a lo largo del poema, la lengua pagana se encuentra al servicio del contenido, que en muchas ocasiones y sacada de su contexto nos daría la impresión de que está describiendo escenas de los vetustos dioses olímpicos, como en el momento en que Dios manda a su Hijo para redimir al mundo: progeniem in terras summo demisit Olympo, / quaque hominis gereret munia quaeque dei. / Haec coeli secretaque et inenarrabile patris / consilium explicuit, quae bona, quaeve mala, / quae vitanda homini, quae vitae forma sequenda, / quaeque bonos maneant praemia quaeque malos (vv. 91-96); al final, después de teñir de adornar el fondo cristiano con la lengua pagana, concluye con una afirmación, que pone en boca de Panormita y que es posible que no fuera compartida por el sentimiento de ninguno de los dos: quodque decet bona cuncta deo iustumque piumque / ascribis, nostrae sed mala nequitiae (vv. 111-112). Esa misma línea, a saber, la expresión de un contenido cristiano mediante la utilización de términos, motivos y referencias paganas, es la que emplea a lo largo de toda la obra; así, por ejemplo, en el poema cuarto, Hymnus ad Virginem Dei Matrem, cuando trata sobre la Anunciación de María: Namque tibi secreta dei mandata per auras / candidus augusto nuntius ore tulit / progeniemque Deum coelisti concipis ortu / conceptum et nono sidere virgo paris, / cuique sacri reges coeli nova signa secuti / aurum et Panchaeo munera odore ferunt (vv. 11-16) o en el tratamiento que realiza Pontano sobre la muerte y resurrección de Cristo en el poema sexto, Hymnus ad Christum redemptorem, del que apenas queda la idea de los motivos cristianos: Cumque sitim cuperes nostra sedare salute, / torpuit arenti fellis in ore sapor / atque inter geminos crudeli sorte latrones / Iudaeae pateris iurgia saevitiae; / donec defesso decedens spiritus ore / clamavit: «Quid me deseris, alme pater?». / Hinc manes Stygiosque lacus, loca taetra silentium, / infernique subis limina dura fori; / inde pias animas et coelo digna secutas / eximis et superum munera ad alta vocas. / Tertia lux aderat, roseo cum laetus Eoo / surgis, mox victor sidera clara petis, / consortemque capis patrio cum numine curam / dextra tenens, dextro conspicuusque loco (vv. 19-32). La imitación de la lengua poética de la antigua Roma con toda su multiplicidad de registros se erige en esta obra poética de Pontano como vehículo de transmisión de una doctrina, de unos valores, de unos sentimientos supuestamente cristianos, que quedan eclipsados bajo el deslubramiento de la belleza formal. La temática de la obra se convierte más en un artificio que en una verdadera expresión de sentimientos religiosos, que luchan por no perecer en el continuo maremagno de motivos paganos.

Dejando a un lado esta obra, que, como hemos visto, constituye más un artificio o ensayo literario, donde los contenidos de la himnografía cristiana son tratados con la lengua y recursos de la literatura latina pagana, que una obra religiosa, por el resto de la producción elegíaca y lírica de G. G. Pontano [16] circula una serie de referencias cristianas, entremezcladas con infinidad de tópicos y motivos de la Antigüedad clásica, que nos transportan al onírico mundo literario del Renacimiento, en el que lo sacro y lo profano se confunden sin poder llegar a comprender si se produce una paganización de lo cristiano o una cristianización de lo pagano. Ante los sufrimientos que acarrea al poeta el amor, uno de los temas dominantes en estas obras, éste no dudará en una de las ocasiones en ingresar en la orden de los franciscanos, fundada hacia el año 1210 por San Francisco de Asís, patrón de su Umbría natal: Ah valeant veneres, valeant mala gaudia, amores: / casta placent: luxus desidiose, vale; / iam mihi Francisci tunicam cordamque parate, / iam teneant nudos lignea vincla pedes; / quam iucunda mihi ieiunia, quis ego coelum / emeream, cum me solverit atra dies (Parth., I, 9, 23-28). En medio de los innumerables motivos elegíacos que rodean el poema, el poeta opta por una via de escape cristiana, el ingreso en un cenobio, para olvidar las penas de amor al tiempo que pueda ganarse el cielo, el cielo cristiano que en la mayor parte de las ocasiones es identificado con los Campos Elíseos del mundo subterráneo pagano, frente al infierno cristiano, que asemeja al mundo de ultratumba clásico y que es descrito así por Pontano, cuando siente morirse de amor: Non mala Persephone letum properasset acerbum, / non iuveni pallens Styx adeunda foret, / non Phlegethonteae sentirem incendia ripae / Eumenidumque angues terrificumque canem (Parth., I, 20, 23-26). La raza humana siente en sus propias carnes el dolor y la enfermedad, males que, como de nuevo volvemos a ver [17], no achaca a la «divinidad» sino a los propios seres humanos, sumus hic tot inferi quot homines vivimus, / suusque quisque dirus est Erebus sibi (Parth., II, 4, 20-21). Es en su obra De tumulis, colección de epitafios reales o ficticios dedicados a innumerables personas pertenecientes a los círculos más cercanos a Pontano [18], donde se observa con mayor claridad esa fusión de imágenes cristianas y paganas. Así en el De tum., I, 5, dedicado a los ciudadanos de Otranto que murieron por su patria y la defensa de la fe cristiana frente a las embestidas turcas, el sacerdos, identificado con los antiguos sacerdotes y vates de la antigua religión, pronuncia una plegaria en la que no duda en afirmar que la nueva patria de las almas de los muertos es el cielo: Ite piae ad superos animae, postquam ossa quierunt: / ossa quieta manent; ite, piae, ad superos, en agite, ite, animae. / Hoc posita est tumulo pubes Hydruntia, coelum / est data cui propriis patria pro meritis (vv. 17-22). Como ya hemos apuntado este cielo se identifica en muchas ocasiones con los Campos Elíseos, habitado por los héroes y hombres justos de la Antigüedad. Es allí donde sus amigos y conocidos gozan del descanso eterno: Nunc urbem colit et Musas; post dona sepulcri / Elysium colet Pieriasque domos (De tum., I, 13, 11-12). Mejor aún se observa esta idea en De tumulis, II, 34, Tumulus Laurae Arceliae uxoris Antonii Panhormitae: Elisiae nunc te valles et opaca vireta, / Elysius nunc te, Laura, recessus habet (vv. 1-2) [...] Gaude, Laura, tuo rursum coniucta marito, / tuque, marite, novam gaude et inire fidem. / Antoni Elysiae celebrant hymenaeon et aurae, / et Laurae castos florida prata toros. / Vivite, felices umbrae, thalamoque iugali / laeta agite et parili munera obite fide (vv. 11-16). Las almas de los difuntos son los manes paganos, que durante el sueño suelen manifestarse entre sombras a los vivos y reclaman ser aplacados con ofrendas: Officium face, amice, pium manesque piato / atque Arabo noster spiret odore rogus (Parth., II, 8, 9-10). Véase como la inmortalidad del espíritu se asemeja a un reino de sombras: Pax vobis, tenues umbrae, requiesque sepultis, / sit dolor et nullus, nullaque cura sitis, / perpetuae sint et noctes somnique perennes; / o felix, sopor hic cui venit ante diem. / Aeternum dormite, umbrae, aeternumque silete; / sit sopor aeternus, perpetuumque vale (De tum., II, 1, 5-10). Por otro lado, el concepto de la muerte parece estar impregnado por la doctrina epicúrea a través del De rerum natura de Lucrecio, a quien Pontano tanto admiraba: Haec eadem vitae ratio: mors undique saevit / lenta aliis, aliis praeproperata venit. / Naturae imperio morimur; parere necesse est; (Erid., II, 32, 81-83) [...] Hinc mortem tolerare decet ratione magistra, / quae docet cineri nulla subesse mala; / mors igitur toleranda, mali sibi nescia, cum sit / ipsa quies hominis sitque quietis opus (vv. 91-94); sin embargo, al contrario que la teoría epicúrea, Pontano considera la muerte el paso a otra vida: Nam mortem vitae pretium finemque laborum / iudicat et vitae posterioris iter: / sunt testes vitae tumuli finemque fatentur / esse quidem alterius, principium alterius (De tum., I, 13, 7-10). Los ángeles y los santos son los dioses lares y los genios de la Antigüedad; así cuando se queja ante su esposa de la milicia: Ergo ego vota bonis Laribus Genioque ferebam / placabam et multa numina sancta prece (De am. con., I, 5, 11-12), o cuando se encuentra rebosante de alegría por el nacimiento de su hijo: Ipse deos supplex tacita venerabor acerra / et reddam sacris debita tura focis: / sancte Geni, tibi solemnes prostratus ad aras / fundo merum et multo laurus in igne crepat (De am. con., I, 10, 9-12). Y en medio de tantos motivos paganos, que se identifican con los cristianos, dedica uno de sus poemas (Erid., I, 35) a San Martín, cuya fiesta se acompaña en Francia e Italia de numerosos actos folclóricos. Se podrá observar que este santo es invocado del mismo modo con el que se invoca a los dioses en la literatura clásica pagana: Dive, fave; nunc te colimus, tua templa veremur / et numen felix ducimus esse tuum (vv. 5-6) [...] Dive parens Martine, ades et tua pocula vise; / te cyathi et calices, te tua musta vocant. / Euge, pater, bibit ipse pater calicemque supinat (vv. 11-13). El poeta viejo y enfermo se lamenta ante su difunta esposa por la muerte de su hijo Lucio en una maravillosa explosión incontenida de sentimientos donde sólo importa el sentimiento, la belleza de las palabras, donde desaparecen por completo las fronteras de lo sacro y lo profano: Tu vero coelo positus radiantia cernis / astra prius patrio nota magisterio, / atque iterum divum effigies et munera monstrat / Uranie, illa tuo cognita Musa patri. / Ergo, nate, tibi parta est de morte voluptas, / atque aevo frueris perfruerisque Deo [...] Solatur sed me, tibi quod iam parta beatae / sors vitae est nulli concutienda malo, / solatur quod et ipse brevi te consequar una / visurus summi lucida tecta poli, / visurusque Deum, coelique in parte receptus / coniuge cum cara saecla perennis agam (Erid., II, 32, 99-104, 111-116). Algo divino tienen todos los poetas, divinos son los valores que encierra la poesía y «si la Biblia es también poesía, la poesía encierra a su vez algo divino» [19].



NOTAS

[1] P. O. Kristeller, El pensamiento renacentista y sus fuentes, México, 1982, pág. 93.

[2] J. C. Rovira, Humanistas y poetas en la corte napolitana de Alfonso el Magnánimo, Alicante, 1990, pág. 51.

[3] D. Ynduráin, Humanismo y Renacimiento en España, Madrid, 1994, pág. 209.

[4] Sobre la religiosidad de los humanistas resultan interesantes las observaciones de E. Walser, Gesammelte Studien zur Geistesgeschichte der Renaissance, Basilea, 1952.

[5] J. Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia (= Die Kultur der Renaissance in Italien, Basilea, 1860), trad. esp. de R. de la Serna y Espina, Madrid, 1982, pág. 392.

[6] P. O. Kristeller, op. cit., pág. 97.

[7] J. Sparrow, «Latin verse of the High Renaissance» en E. F. Jacob (ed.) Italian Renaissance Studies, Londres, 1960, págs. 383-384.

[8] Cf. G. Calisti, Il De partu Virginis di J. Sannazaro. Saggio sul poema sacro nel Rinascimento, Città di Castello, 1926.

[9] Sobre las relaciones humanas y referencias literarias entre Pontano y Sannazzaro, remitimos a nuestro trabajo todavía en prensa, «Caracterización de los poetas neolatinos del Renacimiento italiano a través de la obra poética de G. G. Pontano», en Actas del Congreso Internacional La Universitat de València y el humanismo: Studia Humanitatis y renovación cultural en Europa y el Nuevo Mundo.

[10] El recurso a un santo patrono es un tema heredado del paganismo, que Sannazzaro no duda en plasmar en su Elegiae, II, 2, In festo die divi Nazarii Martyris, qui poetae natalis est o en sus Epigrammata, I, 58, Hymnus ad divum Nazarium, que no difieren en exceso ni en fondo ni en forma del Eridanus, I, 35 de G. G. Pontano, De festis Martinalibus, en honor a San Martín.

[11] Giovanni Gioviano Pontano, Poesie latine (a cura di L. Monti Sabia, introduzione di F. Arnaldi), Turín, 1977, 2 vols., págs. 511-512, La introducción de estos volúmenes corre a cargo del Prof. Arnaldi y es la reproducción de su artículo «Rileggendo i carmi del Pontano», en Atti dell’Accademia Pontaniana, 1, 1948, pág. 55 y sigs.

[12] Giovanni Gioviano Pontano, loc. cit., pág. 520.

[13] Sobre la fuerza sensorial de la poética de Pontano son interesantes los estudios de C. R. Orsini, Un grande poeta dei sensi, Treviso, 1911 y el más reciente de M. J. Vega Ramos, El secreto artificio. Qualitas Sonorum, Maronolatría y tradición Pontaniana en la poética del Renacimiento, Madrid, 1992.

[14] Michele Marullo, Poliziano, Iacopo Sannazzaro, Poesie latine (a cura di F. Arnaldi e L. Gualdo Rosa), Turín, 1976, 2 vols., págs. 167-168.

[15] Reproducimos las citas de la obra poética de Pontano según la edición de J. Oeschger, Ioannis Ioviani Pontani Carmina: Ecloghe-Elegie - Liriche, Bari, 1948.

[16] Nos referimos a las obras que J. Oescheger en G. G. Pontano, loc. cit., agrupa bajo el título de Elegie y de Liriche, a saber, Parthenopeus sive Amores, De amore coniugali, De tumulis, Hendecasyllabi seu Baiae, Iambici, Lyra y el Eridanus.

[17] Cf. supra G. G. Pontano, De laudibus divinis, 1, 111-112.

[18] Cf. G. Parenti, «L’invenzione di un genere, il tumulus pontaniano», Interpres, 7, 1987, págs. 125-158.

[19] D. Ynduráin, op. cit., pág. 305.

Tuesday, September 05, 2006

Algo sobre Poesia clasica

La pasión por la poesía transformada en una compilación: Lecturas de poesía clásica. Tomo I. De Mesopotamia a la Edad Media, recopilación de Francisco Serrano coeditada por CIDCLI y la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, es una selección de algunos fragmentos de poemas y poemas completos representativos de las culturas más importantes en el lapso temporal que comprende el título.
Por medio del arte, en este caso de la poesía, nos adentramos no sólo al alma y cerebro del autor (aunque en muchos casos sea anónimo), sino al espíritu colectivo de la época, al sentir y pensar, a la realidad de toda una cultura.
La noche del martes se presentó el libro en el Aula Magna del Centro Nacional de las Artes, con la participación de Julio Hubard, Pablo Espinosa, Carmen Villoro, Patricia Van Rhijn, Miguel Ángel Echegaray y el compilador.
El periodista Pablo Espinosa hizo una analogía entre la poesía y la música de concierto. Es probable, dijo, que para un lector sea difícil acercarse a la poesía, como lo es el aproximarse a la música de Arvo Pärt. Caso contrario a lo que sucede cuando se escuchan las primeras notas de la Quinta Sinfonía, de Beethoven. “De forma similar a como sucede con la música de concierto, la lectura de la poesía tiene que ver también con una actitud abierta, antisolemne, natural”.
“Envidio y compadezco a Francisco, porque hacer una antología es muy difícil”, aseguró, por su parte, el escritor Julio Hubard. “Lo envidio porque a mí nunca me han resultado las antologías, y lo compadezco porque hay que leer y releer: por cada página quedan fuera 100; por cada verso seleccionado, salen 200”.
También agregó que la recopilación debe ser conocida por los jóvenes y ser un libro de texto. “Es difícil transmitir el saber. Sólo la pasión puede ser un lubricante para que el saber deje de ser rasposo y levante vuelo. El placer por la poesía y por compartir son los puntos fundamentales del libro”. Asimismo, hizo hincapié en el criterio de selección, en el que no pesó el saber, sino la pasión por la poesía, y en las traducciones, realizadas casi todas por poetas mexicanos y por el propio Serrano.
El primer volumen de Lecturas de poesía clásica incluye fragmentos de La epopeya de Guilgamesh, de Mesopotamia; del Poema del Mío Cid, de la España Medieval; de la Iliada y la Odisea, de Homero, de Grecia; de la Eneida, de Virgilio, de Roma; de El cantar de los cantares, de Salomón, y el Deuteronomio del Antiguo Testamento, de la cultura hebrea; del Rig Veda, de la India; de La teología menfita, de Egipto; y algunos de los característicos haikús japoneses.
De América prehispánica abarca fragmentos de poemas de Nezahualcóyotl, de los nahuas; del Popol Vuh y el Chilam Balam, de los mayas; y de la Elegía a la muerte del inca Atahualpa, de los quechuas.
Del poema francés Cantar de Roldán, y del alemán Cantar de los Nibelungos, así como del Corán, de Mahoma, y de Las mil y unas noches, del Islam, también se extraen fragmentos que conforman la recopilación.
Quizá resulte pretencioso, según Francisco Serrano, antologar en 220 páginas lo más interesante de la historia de la poesía, pero fue resultado de una arduo trabajo que tuvo un antecedente sin fortuna, pero que ahora ya pudo ver la luz. “Es una antología de traducciones. Anteriormente, me enfrenté a textos maravillosos cuyas traducciones me desanimaron. Para esta edición, traduje algunos poemas cuyas versiones en español no me convencieron. Mis traducciones las realicé con más sentido del ritmo, con la intención de que sonaran más musicales. Busqué fluidez en los textos”.
Lecturas de poesía clásica. Tomo I. De Mesopotamia a la Edad Media, que incluye ilustraciones de Leonid Nepomniachi alusivas a los diferentes periodos, puede ser disfrutado por lectores de todas las edades que no estén adentrados por completo en éste género literario, que es una de las formas más eficaces de la humanidad para comunicarse y trascender, seguir vigente por siglos, no morir del todo.

Sunday, September 03, 2006

Presentacion ¿que es la poesia?


La Palabrea Poesía viene del Griego y esta referida a la creacion. Es entre otras cosas un genero literario en el que se recurre a las cualidades esteticas del lenguaje, más que su contenido y ademas una de las manifestaciones artisticas mas antiguas.
La poesia como tal se vale de muchos trucos y licencias y procediminentos a nivel fonologico como el sonido, semantico y el sintactico como el ritmo e del encabalgamiento de las palabras asi como su amplitud del significado del lenguaje.

Para algunos autores modernos, la poesia se verifica en el encuentro con cada lector, que otorga nuevos sentidos al texto escrito. De antiguo, la poesia es tambien considerada como una realidad espiritual que esta mas alla del arte, segun esta concepcion, la calidad de lo poetico yrascienda el amibto de la lengua y del lenguaje. Para el común la poesia es una forma de expresar emociones, sentimientos, ideas y construcciones de la imaginacion.

Tradicionalmente esta referida a la pasion amorosa, la lirica en general y especialmente la contemporanea, ha abordado tanto cuestiones sentimentales como filosoficas, metafisicas y sociales

Sin especificidad tematica, la posía moderna se define por su capacidad de sintesis y de asociacion. Su principal herramienta es el tropo o la metafora, es decir la expresion que contiene implicita una comparacion entre terminos que naturalmente se sugieren unos a los otros o entre los que el poeta encuentra sutiles afinidades.

Algunos otros autores modernos han diferenciado metafora de imagen, palabras que la retorica tradicional emparenta. Para esos autores la imagen es la construccion de una nueva realidad semantica mediante significados que en conjunto sugieren un sentido univoco y a la vez distinto y extraño.